lunes, 9 de febrero de 2015

"La cúpula" por Manuel Jordan



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Revista Cosmocápsula número 12. Enero – Marzo 2015. Cápsulas literarias.


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La cúpula


Manuel Jordan




Ilustración por José Julián Londoño. Derechos reservados. Reproducido con permiso del autor. Portafolio Cgsociety - Perfil de Facebook

Ilustración por José Julián Londoño. Derechos reservados. Reproducido con permiso del autor. Portafolio CgsocietyPerfil de Facebook





La cúpula que precedió a la terraformación estaba encima de un cerro amplio y verde. Los árboles asomaban por agujeros enormes en su techo. Desde la distancia parecían manchas, similares a las que adornan la piel de los viejos. Caminaba lentamente hacia ella, esquivando los grandes charcos que dejó el aguacero de la madrugada.


Cuando era un niño jugaba con mi hermano Carlos en ese laberinto lleno de cuartos enormes y puertas siempre abiertas. Mi abuelo trabajó muchos años en esa cúpula cuando este planeta estaba lleno de gases irrespirables. Mi bisabuelo participó en la construcción de los grandes espejos en órbita que calentaron la atmósfera y aumentaron el efecto invernadero. Los padres de mi bisabuelo llegaron en las primeras naves generacionales y vivieron durante décadas en ellas, antes de superar el terror a pisar tierra por primera vez en sus vidas.


Esas naves aún orbitan alrededor de Cabrujas y son grandes mercados donde se compra todo lo que el ser humano es capaz de vender. Mi abuelo me explicó alguna vez que este pequeño planeta extrasolar se llamaba Cabrujas en honor de un antiguo escritor de la vieja tierra; así lo habían decidido los primeros colonos. El nombre oficial, científico, era una larga palabra seguida de números y letras.


Las puertas de la entrada de la cúpula fueron arrancadas y reutilizadas en la construcción de casas y otros mecanismos en el pueblo. Al entrar me llegó el olor de tierra húmeda mezclado con el olor penetrante de algunas flores nativas. La lluvia caída, a través del agujero más ancho, había alimentado un pequeño lago en medio de la construcción. Si hubiéramos recuperado el cuerpo de Carlos, lo hubiera enterrado bajo este techo para que sintiera la lluvia de todas las mañanas.


Carlos vivía con Natalia cuando nos reencontramos. Fue en la nave mercado I; yo trabajaba como técnico de mantenimiento. La nave era administrada por una inteligencia artificial de nombre Pomona. La prohibición de robots obligó a Pomona a contratar mano humana para tareas menores.


Carlos me esperaba en uno de los hangares y me recibió y me abrazó sonriente antes de ayudarme a quitar el traje. Vestía una chaqueta en la cual estaban inscritos, en un azul brillante, los datos que recordaban su reciente investidura como parlamentario de la federación. Me invitó al bar de la nave y en una mesa del fondo, nos contamos historias de nuestra infancia en la cúpula y el pueblo.


Preguntó por mi padre. Le dije que estaba enfermo. Carlos cabeceó borracho, y afirmó convencido:


El viejo es duro, ese no se muere todavía.


Pregunté por Natalia:


Está con tu sobrino, en el pueblo.


Nos quedamos callados un rato, mientras Carlos verificaba mi reacción a la noticia.


¿Cómo se llama el niño? ―pregunté simulando una sonrisa.


Marcos, como el abuelo.


Hablamos de política, Carlos odiaba a las máquinas y celebraba aquel decreto que había prohibido el uso de Robots. Siempre miraba avergonzado el viejo robot que conservaba mi padre para ayudarlo en su vejez. Apoyaba un decreto más radical que prohibiera el uso de inteligencia artificiales cercanas a la humana. Yo no me oponía totalmente al uso de máquinas. Carlos me observaba risueño mientras escuchaba mis escasos argumentos a favor de ellas. Al final nos levantamos de las mesas y yo volví a mi cubículo y Carlos tomó un transporte que lo devolvió a tierra.


Acostado en mi cama, pensé en Natalia. Hubo una abundante cursilería en nuestra relación. Le escribía cartas cuando ya nadie se comunicaba de esa forma.¿Dónde irían a parar todos esos papeles llenos de mi puño y letra?, no había misterios en mi biografía; todo se lo decía. Tal vez, me dejó por eso.


No la odié cuando huyó a Alpes (un planeta de la periferia) con Carlos. Tal vez Carlos se la llevó para joderme la vida. No lo sé. Algo me dice que me merecía todo eso. Es una especie de castigo por una culpa antigua; algo que hice o dejé de hacer. A lo mejor sólo se puede ser feliz en pequeñas dosis.


Al día siguiente bajé al planeta a visitar a mi padre. Su casa estaba situada muy lejos del pueblo en que nacimos. El robot me abrió la puerta y me miró con su único ojo.


Hola Hugo ―dije a la máquina.


Bienvenido, Señor Daniel. Su padre está en la parte de atrás.


Me gustaba Hugo. Lo miraba con el mismo asombro nunca superado de mi infancia. Fue en esa época cuando lo vi, por primera vez, levantar objetos con su multiplicada fuerza. Seguí a Hugo mientras observaba las fotos familiares; una madre casi adolescente aparecía en una de ellas; en otra, mi abuelo, trajeado con un uniforme antiguo de obrero. Más allá un holograma, sobre la mesa de la sala, resplandecía con una copia sin adulterar por el tiempo de la cúpula.


Pasé la mano derecha por el centro de aquel fantasma. Hugo me miró mientras abría la puerta que daba al patio. Mi padre estaba sentado en una silla de amplio respaldo construida por él mismo.


El viejo entendía mejor que cualquier otro, tal vez por eso no me preguntó por Carlos. Hablamos de trivialidades, contó alguna anécdota del abuelo. También hablamos de religión, de la suya, yo me negaba a participar en cualquier arrebato místico. Papá citó algunos párrafos del libro mayor de su fe, palabras sobre moral.


¿Todavía no olvidas a la mujer de tu hermano?, búscate otra ―me recomendó mientras hacia una pausa en su sermón. No dije nada, pero me molestó esa facilidad que tienen otros para juzgar y solucionar los problemas ajenos.


Cuando volví a Mercado I, me encerré un rato a conversar con Pomona. La prohibición de robots antropomórficos la obligaba a proyectar hologramas. Su variedad de rostros siempre me impresionaba; cuando era una junta de encargados, se convertía en una autoritaria e inflexible matrona que daba órdenes y exigía informes. En mi presencia adoptaba el aspecto y figura de una mujer muy joven. Por momentos me recordaba la Natalia de hacia muchos años. Conversábamos de las reparaciones del nivel II, de alguna avería en el puente de Mercado I, etc.


Algunas veces Pomona me preguntaba por Carlos.


Piensa que se puede vivir sin máquinas, ahora quiere que prohíban las IAs, como si fuera tan fácil administrar estas naves y las plantas de energía del planeta.


Me gustaría conocerlo —me dijo Pomona.


No va a querer conocerte.


Pomona estiró su mano vaporosa que atravesó la mía, me sentí conmovido y acepté hablar con Carlos.


Al día siguiente hablé con él, una sonrisa cruzó su rostro cuando le hice la invitación formal de Pomona a visitarla. Se burló nuevamente de mis argumentos a favor de las máquinas y del trato casi humano que daba a Pomona. Al final aceptó, algo molesto por mi insistencia y por la posibilidad de conversar con una máquina.


Ya no logro recordar lo que en verdad ocurrió. Ha pasado un año. Oficialmente fue un accidente. El puente de Mercado I y II falló y Carlos, único transeúnte, se vio disparado por las aberturas al espacio. Los amigos de Carlos en el parlamento no lo creyeron así y culparon a Pomona. Nadie les creyó y sufrieron una monumental derrota en las siguientes elecciones.


Pomona ha verificado una y otra vez las razones del accidente. La principal: Una reparación programada que nunca se ejecutó. Dos de los trabajadores se ausentaron sin causa justificada. Un simple error humano. Natalia también piensa que fue un accidente. Me lo dijo el mes pasado antes de mudarse conmigo.



Manuel Jordan. Ingeniero en computación. He publicado cuentos en la revista colombiana Cosmocápsula, N.3 y otro en cosmocapsula N.7. Obtuve una mención en el concurso de Microcuentos Ciudad de Punto Fijo y un segundo lugar en el  concurso Microcuentos de la década  del periodico Nuevo Dia.  Vivo en el Estado Falcón, Venezuela.





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